
Ver el Kīlauea forma parte de los imprescindibles de un viaje a Hawái. Estoy contenta de haber osado despojarme de algunos euros, al principio de mi estancia, para esta pequeña caminata muy matinal al volcán. Deslumbrante, intimidante, allí hay algo realmente mágico. No es de extrañar que hoy el Kīlauea esté considerado como la morada de Pélé, diosa hawaiana de los volcanes y del fuego.
Ve muy temprano, cuando todavía está oscuro y se ven las diferentes estrellas. Es difícil hacerlo durante las vacaciones, ¡pero realmente merece la pena! Ventajas de llegar tan temprano:
- (salvo nuestro grupo) el lugar está desierto;
- se evita pagar la entrada al parque, que abrirá una vez que los diligentes guardas se hayan tomado su café.
A parte de las lejanas constelaciones, los únicos puntos de luz son un destello de lava, allí a lo lejos, y la linterna de nuestro guía. Hay que recordar que está muy desaconsejado aventurarse en el volcán sin uno de ellos: para los neófitos, un volcán no es un terreno para el juego. Sus consejos y anécdotas son preciosos y nos hacen sentir seguros.
Poco a poco, el alba llega, y deja aparecer un paisaje poco habitual, de otro mundo, desorientador: nos rodean coladas de lava seca nos rodean, sus formas redondeadas con escalas de negro que crean pequeñas colinas, huecos, protuberancias.
Y poco a poco, nos acercamos al brillo de lava del principio, cada vez más rojiza a medida que nos acercamos; y ahí estamos cerca de ella: me quedo sin palabras. Es fuego líquido que se desliza bajo nuestros ojos. Parece una burbuja que explota y deja que su contenido en fusión se esparza despacio. Te puedes acercar bastante, hasta solo 1 metro de distancia. El calor es impresionante. Según la tradición, tiramos a la lava un pequeño objeto simbólico que habíamos llevado con nosotros, o una nota, representando los elementos de nuestra vida de los que nos queremos librar.
Contenemos las respiración cerca de esta colada, menos silencios que durante la hora anterior pero no menos admirativos, antes de volver hacia el océano, del que se oyen las olas hasta allí...
Después de algunos minutos suplementarios de camino, los bordes del volcán en escudo caen a plomo, llevando consigo coladas de lava que se sumergen en las olas del océano Pacífico en una mezcla de humo. Las olas se estrellan contra el acantilado, cuando, de pronto, el sol traspasa la linea del horizonte, dejándonos sin palabras una vez más.
Delante de este paisaje con una fabulosa pureza, los insignificantes humanos hacemos una pausa para el desayuno, ¡bien merecido después de tantas emociones!
Te quedarías horas, sorprendido, atontado, pero el tiempo pasa inexorablemente, y llega el momento de volver...
Al volver, distinguimos lo que la noche no nos había permitido ver durante la ida: las grietas, los terribles rastros de cólera de Pelé: un viejo autobús oxidado, un coche medio sumergido, encajado para siempre en la lava enfriada, una bañera abandonada... Estas escalofriantes imágenes acaban con la belleza de los momentos precedentes.
Sin embargo, también constatamos que cuanto más avanzamos hacia las coladas de lava más antiguas, más plantas ocupan el lugar: florecitas y pequeñas hierbas enseñan la nariz, atravesando la roca con valentía. Justo al entrar en el parque, donde comienzan a llegar los visitantes (¡esfumémonos antes de la llegada de los guardas!), hay incluso grandes helechos que se han instalado cómodamente, balanceándose tranquilamente en la brisa.
Entonces, ¿cuál es la conclusión?.. Que la naturaleza, aquí, en Kīlauea, está llena de fuerza y poder, y pase lo que pase, nada puede pararla - ya sea la furiosa erupción de lava en fusión, o los delicados y coloridos metrosideros.