Cuando llegué a Asunción, parecía el día después del Apocalipsis. Todo estaba cerrado y no había ni un alma en las calles. Me comentaron más tarde que había llegado en día festivo. La ciudad tiene aires de tierra de nadie y eso, junto con la fina lluvia y la soledad, me habían dado un poco de miedo. Pero al día siguiente, la ciudad me conquistó totalmente.
Asunción no tiene un gran interés turístico fundamental, su atractivo es otro: la tremenda amabilidad de su gente. En América del Sur en general esperamos un sentido de la hospitalidad único en mundo, pero éste se ve reforzado en el pequeño Paraguay, incluso en su ciudad más grande. Los locales siempre tienen una sonrisa para uno, ganas de hablar y de ofrecer su ayuda, Y siempre se les ilumina la mirada al saber que venimos de Europa.
Nunca me sentí inseguro, ni en las pequeñas calles del mercado quatro, ni en el centro de la ciudad, apenas separada de las favelas por una balaustrada y algunos árboles. Pero algunos niños, como angelitos, me aconsejaron que diera la vuelta. De todos modos, el puerto me esperaba con su espectáculo retro-futurista, las largas tuberías de los tanques sépticos que se sumergen en el agua a la vista. Increíble. Los letreros de las calles, entre los más bellos de todos el continentes, pueden rivalizan ampliamente con los de Valparaíso. En resumen, no escuché a los amigos que me habían advertido no visitar Asunción e hice bien.