Durante mi viaje a Bolivia, no había previsto visitar Potosí. Desde Uyuni, Posití es una escala perfecta antes de ir a Sucre. Llegué tarde y se me acercó Eliane, una mujer que vendía visitas de la ciudad. Quedamos para el días siguiente sin gran convicción en mi albergue. Por la mañana, llegó y me propuso una visita de las minas. Acepté la visita para ese mismo día y salida para Sucre por la noche.
Mi amigo Carlos, antiguo minero, me hizo las veces de guía. Equipados como los mineros, primeros nos paramos en una tienda de material para mineros. Allí compré ofrendas para el El Tío, el dios de la minas, y para los mineros. Durante 3 horas, Carlos me explicó muchas cosas sobre la vida de los mineros y la relación que mantienen con las llamas. Me crucé con varios mineros concentrados en su trabajo, escuché explosiones con dinamita, sentí el poder del silencio en las minas (¡un minuto de silencio en la obscuridad más absoluta es bastante flipante!) y traté de comprender el espíritu de la montaña. Fue una visita sobrecogedora.
Dudé mucho sobre si pasar por la ciudad minera de Potosí. Incómoda con ese turismo, llamado de la miseria, no estaba segura de querer asistir a ese triste espectáculo. La información que tenía no presagiaba nada bueno. Ignorando este oscuro panorama, tomé la decisión de constatar por mí misma esos rumores.
Así, con una pensamiento emocionado por los millones de esclavos forzados durante siglos a extraer mineral de plata del Cerro Rico, me sumergí en el laberinto de galerías subterráneas. Un la mina sin aire, el calor es axfisiante. El guía nos indica que avancemos en la penumbra, iluminados sólo por nuestras linternas frontales. Para no golpearse contra el pared hay que agacharse. Aguanto pensando que es el día a día de los trabajadores de las profundidades.
Tras recorrer un kilometro arrastrándonos por el agua, vemos las primeras bocas negras. Mientras algunos excavan la roca a golpe de pico, otros empujan vagones llenos de piedras. Para aguantar, los mineros de Potisí beben alcohol de 96º y mastican hojas de coca. Al llegar al fondo del túnel, hacemos una parada para ver al Tío, el diablo de la mina. Muy supersticiosos, los mineros le veneran y le hacen ofrendas regularmente.
Al final del tunel, brilla el sol, el final del infierno está cerca. Me quedo sin palabras ante las condiciones de trabajo de estos chiquillos bolivianos. ¡A esto se parece el universo de Germinal (Obra del escrito francés E. Zola). A pesar de todo te aconsejo esta visita, fue la experiencia que más me marcó de mi estancia en Bolivia.
Cuando llegué a Potosí durante mi viaje por Bolivia comencé visitando la ciudad en sí antes de ir a las minas. Esto fue lo que vi. La plaza 10 de Noviembre es bonita. Por supuesto, está rodeada por la catedral y otros edificios, como el ayuntamiento y las viviendas de los propietarios de las minas. La calle de Hoyos es especialmente bonita, con sus fachadas de colores. Sin embargo, la verdadera riqueza de Potosí es su pasado. Potosí era tan próspera que Carlos V la usó como moneda de cambio: «Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes». Nada más y nada menos. En el siglo XVII, la población de Potosí superaba a la de París. Potosí era una panacea. Hasta tal punto que Cervantes le hizo decir a Don Quijote «vale un Potosí». La expresión sigue siendo tan famosa que los bolivianos ponen pegatinas de ella en su coche.
Hoy en día, si vas allí será sobre todo para entrar en alguna de las minas del Cerro. Será sin duda el momento más conmovedor y emotivo de tu estancia allí. Todo comienza con un recorrido por el mercado. Para ayudar a los mineros, hay que comprarles hojas de coca, refrescos e incluso dinamita. Por fin llega el momento que tanto habías esperado: agacha a la cabeza y cruza la entrada negra de una de las 200 minas del Cerro Rico. Los túneles discurren por 17 niveles y llegan hasta los 450 metros de profundidad. Irás avanzando doblado en dos, y subirás por unos escalones resbaladizos a través unos estrechos pasadizos. El techo es tan bajo que te darás todo el rato en la cabeza. Sin casco, ya te habrías partido el cráneo más de una vez. Sin embargo, el ambiente no es del todo irrespirable. Irás a visitar al Tío, el diablo de la mina. Te encontrarás con mineros en plena faena y, con un poco de suerte, sentirás toda la mina temblar con una explosión. ¡Es inolvidable!