Me recorrí toda la costa búlgara, cada vez más harto de las trampas para turistas y de la industria turística que ha echado a perder una buena parte del territorio. Aparte de las grandes ciudades y Sozopol, al sur, no se salvaba nada, y menos, Nesebar. Mi llegada a Balchik fue una liberación, fue como encontrar un bote salvavidas.
Por fin había encontrado lo que andaba buscando. Un puerto que seguía igual que tiempos pasados y una ciudad antigua que se había escapado de la desnaturalización y del hormigonado, con un patrimonio precioso e intacto de influencia otomana y un aire muy del este, con su mezquita.
Balchik domina el mar Negro, al borde de unos acantilados impresionantes de areniscas blancas, escalonado de forma muy pintoresca sobre los barrancos. Además, te envuelve su vida auténtica de pueblo, animada, desordenada y colorida. Y lo hace para bien, a lo que hay que sumar algunos monumentos de primera categoría. El primero, el magnífico palacio de Balchik, Dvoretsa, con sus jardines ornamentales suspendidos sobre el mar. ¡Pasa de Arenas del Oro! ¡Que le den a Albena! ¡Dale caña a Balchik!