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Madagascar

Campamento bajo las estrellas junto al Tsiribihina

La noche nunca fue negra. Bajo una media luna incandescente y la insolencia de las estrellas del hemisferio sur, permanecí despierta en el interior de mi tienda montada sobre la arena.

Todavía siento las manitas de los niños del pueblo revolviéndome los cabellos, salvo durante los momentos en que deciden ir bailar o bañarse en la Tsiribihina, río que lame los bancos de arena y los tamarindos, y que terminará su curso más lejos, en el Canal de Mozambique. 

El suave descenso por el río

Tenemos cuatro días y cuatro noches para descubrir un trozo de Madagascar, con piraguas conducidas por nativos que apenas han salido de la adolescencia, transbordadores fluviales cargados de pescado seco y precipicios de color ocre que atraviesan la meseta de Bemaraha. Lejos de las fogatas en medio de la maleza, la vida resulta dulce en el río Tsiribihina y las voces rebotan a lo lejos, terminando su carrera sobre los papiros o las pequeñas plantaciones de mandioca.

Entre las vigas del barco descubrimos algunos pasajeros clandestinos. Una mantis religiosa, digna en todas circunstancias, y un gecko invisible, que tiene un canto característico.

La velada comenzó en el barco, atracado en los diques de arena de este pueblecito que no muestran los mapas. Adivino el menú del día. La gallina que vivía junto al motor ha dejado de cacarear.

La tripulación se entretiene preparando un ron exótico con limón verde y jengibre. Los niños se sientan a cantar con los labios quemados. Sus voces, a veces roncas y a veces infantiles, sorprenden por conseguir cantar al unísono, y en la oscuridad uno de ellos se pone a golpear al ritmo una caja metálica. El tema son los "Vazaha", el apodo que tienen los blancos, la religión, los ancestros y las monedas que se meten entre los dedos, al son de pagayas. Los cantos se vuelven más melancólicos a pesar del ritmo engañoso: tratan sobre esta divertida vida sobre el agua que persigue a estos hombres, siempre en movimiento.

Por medio de una lámpara de bolsillo, me encargo de sanar la herida de uno de ellos, la cual se ha infectado debido al agua salobre del río Tsiribihina. ¿Pero cómo impedir a un marino ir al agua? Mi vendaje no durará el tiempo de una canción.

@Nowmadnow

Las orillas habitadas del río Tsiribihina

El nuevo día comienza a las cuatro y media de la mañana. La tripulación se afana en frotar con vigor el casco del barco y todo el pueblo mete los pies el Tsiribihina para asearse y comenzar las primeras tareas domésticas. Burbujas de jabón se desplazan entre jacintos de agua.

Un enjambre de niños completamente excitados nos llevan de visita por el pueblo.

Convocadas por diminutos hombres, las familias salen con rapidez de sus chozas para ver a los Blancos, sin duda la atracción de esta mañana. El interés es mutuo, y el contacto, aunque falto de palabras, se basa en sonrisas tímidas e intensas miradas.

En este pueblo levantado sobre tierra arcillosa, las chozas muestran un aspecto frágil bajo sus tejados de corteza de baobab. Un lémur amaestrado, de pelaje rojo y ojos de iris amarillo, viene a perturbar el desayuno de un grupo de hombres sentados bajo un higo. El animal salta de un hombro hacia otro, cogiendo a su paso una galleta de arroz o un trozo de pastel seco. Moona, Mooona, canta un hombre colocándolo bajo su brazo: el lémur se calma en presencia de su dueño y termina con su comida lamiendo un poco de café restante en una taza de metal. Moona se duerme y dejamos el pueblo caminando sigilosamente, de puntillas.

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