Al borde de un cañón pintoresco, en los altiplanos del Cáucaso Menor, Ani debió de ser una capital increíble. Al ver la distancia que separa hoy en día los distintos monumentos en ruinas, cuesta imaginar que una ciudad de la Edad Media caucásica haya podido ocupar un territorio así.
Llegué a Ani por la pista polvorienta que llega desde Kars con mi chófer, Djelil, una mañana de principios de marzo. Crucé solo las puertas de las murallas que quedaban y descubrí una majestuosa estepa con iglesias armenias en ruinas desperdigadas aquí y allá: una estaba medio abierta, otra tenía la cúpula derrumbada... Cada una de ellas es un monumento lleno de encanto, reflejo los años que pasan por la piedra y que nos muestran que antes había hombres que querían dejar algo para la posteridad. Piedras labradas por todas partes, frescos increíblemente bien preservados en un trozo de ábside, más estepa, y luego las ruinas de una mezquita, de un palacio...
Me conmovió mucho la poesía de las ruinas de Ani, dominadas a lo lejos por las montañas abolladas de ese paisaje abierto y luminoso. Luego, está el contraste de las ruinas con la realidad: una frontera que pasa por mitad de un cañón, un vecino que echa de menos este disputado lugar... Y, en el valle contiguo, hay viviendas trogloditas que todavía usan hoy en día los pastores curdos.