Al pie del volcán, emprendemos una pequeña caminata de, más o menos, una hora y media y tres kilómetros cuesta arriba. Es verdad que este tramo está muy empinado y no es precisamente fácil. Pero es superable, porque si yo pude hacerlo, seguro que tú también. A mitad de camino se puede hacer un descanso en un punto donde los porteadores de azufre se tienen que parar sin más remedio. Es como una especie de peaje donde pesan los bloques de azufre y reciben un tique que podrán cambiar por dinero cuando lleguen al pie del volcán.
Te los vas encontrando por todo el camino y verás que algunos venden figurillas talladas en azufre. ¡Qué barbaridad, pensar que llevan bloques de setenta a cien kilos y que hacen el trayecto dos veces al día!
Al llegar a la cima, las vistas quitan el aliento y no lo digo solo por los vapores de azufre que puedan salir de vez en cuando.
Tras un largo día de autobús, apenas había dormido dos horas cuando mi guía me despertó para la visita del volcán Ijen. Me desperté a media noche y, después de una hora de carretera en todoterreno, era el momento de comenzar la ascensión con la linterna frontal.
Tras dos horas de subida y 45 minutos de bajada, llegué por fin a las llamas azules. Me costó mucho, pero valió la pena, porque el espectáculo es increíble. No es muy frecuente poder acercarse tanto a las llamas de un volcán. Al amanecer, la subida desde el volcán fue mucho más sencilla y las vistas eran fabulosas. Pude ver el cráter del volcán, las llamas azules apagándose, el amarillo resplandeciente del azufre, el lago ácido y, sobre todo, un magnífico amanecer sobre los paisajes de alrededor. Fue una caminata difícil, pero uno de los mejores amaneceres y uno de los mejores recuerdos de mi viaje a Indonesia.