
No fue decisión mía descubrir Gulangyu. Volvía de un viaje en familia por el corazón de Fujian y mis padres ya estaban cansados de tanto coche y necesitaban descansar. Estábamos en el centro de Xiamen, a donde volvimos tres días después. No tenía pensado ir allí ni tenía ninguna información sobre la ciudad. Hablé con el señor Wang, nuestro amable conductor. Tras evaluar todas las posibilidades, fuimos en barco a la isla de Gulangyu. Hasta entonces nunca había oído hablar de ella. Enseguida me di cuenta de la suerte que habíamos tenido.
La primera sorpresa fue nada más bajar del ferry: la isla tiene una vegetación exuberante y está llena de casas antiguas. Como iba sin expectativas, me sorprendió agradablemente.
Enseguida entendí que Gulangyu es una isla única por muchos aspectos. Al contrario que en el resto de China, donde no dudan en arrasar con todo para volver a construir de nuevo, Gulangyu conserva sus viviendas coloniales (después supe que eran más de mil villas desperdigadas por el kilómetro cuadrado de la isla). No hay ninguna construcción moderna que estropee este armonioso conjunto. Otro aspecto importante es que en la isla están prohibidos los coches. Fue un alivio para mí, acostumbrada al tráfico horrible de las ciudades asiáticas.
De todas formas, te aclaro que tampoco estarás solo, ni mucho menos. Gulangyu está comunicada con la ciudad de Xiamen, a tan solo unos minutos en ferry. Hay muchísimos turistas allí y, además, van todos muy bien equipados: sombrero, guantes y máscara para protegerse del sol y banderas y altavoces para que nadie se pierda del grupo. Aun así, da igual, porque el sitio es precioso. Decidimos dejar allí nuestras maletas; ya veríamos después cómo librarnos de las hordas turistas.
Para alojarnos optamos por un antiguo consulado que data de 1844. Es un bonito edificio cuadrado de ladrillos de colores, con tragaluces, parquet antiguo y balcones privados, donde sabía que estaríamos a gusto. Dejé a mis padres descansando y me fui a recorrer el lugar. Las avenidas principales estaban muy animadas. Tenía que escaparme un poco. Me decidí por el corazón de la isla. Subí por las callejuelas rodeadas por una vegetación exuberante y árboles de varios siglos de antigüedad. Algunos edificios estaban perfectamente restaurados. Otros, estaban totalmente abandonados. Me gustaron más los últimos. Sus paredes decrépitas parecían tener muchas cosas que contar. Más allá, vi una ceremonia religiosa. ¡Qué sorpresa! Era un momento de festejo. Con las linternas adornando la calle y el incienso impregnando el aire, los votos se escribían en papelitos rojos y se depositaban un montón de alimentos frente al templo. Los dioses taoístas (y espero que también sus discípulos) se iban a poner las botas aquella noche.
El resto del día lo pasé caminando, huyendo del jaleo de los turistas. Una vez que se marcha el último ferry, desaparece el rumor, el aire se refresca y la isla cae en un ansiado letargo. Tras una degustación de marisco, caí en un sueño profundo en el antiguo consulado .
Me levanté antes de que saliera el sol. Soy una egoísta y quería la isla solo para mí. Gulangyu es preciosa con la luz del amanecer. Los rayos del sol se posan sobre el verde oscuro de las plantas crasas. Con el cielo azul intenso de fondo, las paredes blancas y rosas se tiñen de dorado. Mi única compañía eran los pájaros y algunos trabajadores que habían madrugado. Crucé el patio de una iglesia decrépita, con una fachada barroca totalmente restaurada. Me imaginé la isla en el siglo XIX, uno de los pocos puertos de China abiertos al mundo exterior, con sus barcos llevando cajas de té verde al lejano Occidente.
Los primeros turistas empiezan a llegar y vuelvo a la realidad. Entré de nuevo a «mi» consulado. Mientras observaba a los chinos bajarse de los primeros ferrys hubo una escena que me llamó la atención: vi cómo las mercancías para renovar las villas se sacaban de los grandes barcos y luego los hombres las transportaban a lomos por toda la isla. O sea, que ¿la tranquilidad de Gulangyu era a ese precio?
Con sentimientos encontrados, entre mis fantasías y la cruda realidad, me reuní con mis padres. Después, tomamos caminos más típicos, como el agradable sendero que da la vuelta a la isla. Al doblar una esquina en una de sus callecitas, nos encontramos con la que yo llamo la «playa de los novios». Mientras se ponía el sol, un montón de parejas de chinos jóvenes se hacían fotos. Algunos detalles me chocaron: una chica, debajo del vestido de novia, llevaba unas chanclas horrorosas, pero cómodas; detrás, un grupo de cinco personas se tomaba una foto «espontánea», haciendo contorsiones para que no saliera nadie más en la foto, aunque la playa estaba bastante llena. El conjunto era impresionante: un montón de novios y fotógrafos dedicados a crear recuerdos para toda una vida.
Mi estancia en Gulangyu fue corta, pero bastante agradable. Las siguientes horas transcurrieron sin más. Me perdí en el dulce letargo de la isla.