Después de una corta noche en un campamento beduino listo para recibir a los turistas, comenzamos la subida al monasterio, en la mañana muy temprano. Al igual que otros grupos de visitantes, empezamos a caminar hacia las 4 de la madrugada. Algo más de 7 kilómetros de caminata algo difícil pero que valió la pena. Entre las rocas con vistas al desierto, el ambiente es relajado de camino, y cada uno puede ir a su propio ritmo.
Una vez en la cima, hay que pelear para encontrar el mejor lugar para ver el sol salir. Fue un espectáculo inolvidable. Tanto por el juego de coloridos del desierto como por la iluminación amarillenta y anaranjada proyectada sobre las montañas, aquel fue de bien lejos el amanecer más hermoso que haya podido ver jamás. Tenéis que llevar ropa de abrigo: pertrechados a 1500 metros de altitud, el clima refresca bien rápido una vez que se finaliza el ascenso... ya agradeceréis mucho el poder disfrutar del amanecer estanto calentitos.
La visita en sí misma del monasterio no me dejó ninguna impresión en especial. El monasterio es muy sencillo y sólo se puede acceder a parte de él. Los monjes que aún viven allí, quizás algo molestos por la afluencia de turistas, francamente no son muy cálidos ni acogedores.