En mi primer viaje a Israel el Néguev era la región del país que menos me interesaba. En aquella ocasión, viajaba al país principalmente para descubrir Jerusalén, Tel Aviv, Galilea y el Mar Muerto. Sin embargo, tuve que volver a pasar por el Néguev para ir del Mar Muerto a Tel Aviv; fue entonces cuando sentí el flechazo. Estas colinas me marcaron profundamente: sus distintos tonos de ocre (naranja, amarillo, color crudo, rojo, etc.) se despliegan bajo un cielo azul profundo, ante un horizonte infinito y en un silencio tan intenso que resulta casi ensordecedor.
Tras esto, cada vez que voy a Israel, intento visitar una nueva zona de este imponente desierto en el que conviven los pequeños islotes verdes de los moshav o los kibutz con las grandes extensiones desérticas. De apariencia austera, el Néguev despliega sus encantos a poco que nos demos la oportunidad de descubrirlos.