Era un poco tarde y llovía cuando llegué ante el templo de Prambanan.No eran precisamente las mejores condiciones para apreciar este imponente monumento con su torre principal de 47 m. Como al poco tiempo dejó de llover, al final pude apreciar el valor del Candi Prambanan en su justa medida.
Prambanan no me impresionó demasiado, quizá porque ya había visto muchos templos incomparables en Asia, entre ellos los de Angkor. Tampoco es que desaconseje la visita. El templo sigue siendo bonito y también es una buena oportunidad para los que viajan en familia de compartir un momento tranquilo. Precisamente me crucé con muchas familias indonesias visitando el templo ese día. Además, los cervatillos que están al otro lado del parque harán las maravillas de los más pequeños.
Tuve el tiempo justo de pasar a ver las ruinas de Candi Bubrah, que se estaban restaurando en ese momento, y las de Candi Lumbung, al fondo, cuyo acceso estaba ya cerrado. Me conformé con verlas solo desde la entrada y poder observar a los jóvenes indonesios entretenerse sobre el césped del parque. Ya era hora de volver a la salida.
Aunque no estaba en muy buena forma en aquel momento de mi estancia en Indonesia, de todas maneras me mantuve firme y me planté a la entrada del templo a las seis de la mañana para esperar a que abrieran. Un empleado del hotel me llevó al templo en su furgoneta y me esperó mientras lo recorría. ¡Más cómodo, imposible! Se llega muy fácilmente desde la ciudad de Yogyakarta, que creo que es el punto idóneo para alojarse en la zona.
Más o menos una hora después de que abra sus puertas al público, ya es imposible sacar ninguna foto donde no salga todo el gentío. Por eso, haber llegado antes que nadie es algo que no tiene precio. Prambanan parece un poco más metido en la civilización que el templo de Borobudur, pero, una vez en el interior del santuario, te sientes transportado a un lugar intemporal.